jueves

Siempre me gustó el café (Cuento) si no te gusta seguí más abajo.

Para cualquier ocasión. Para el desayuno, para la merienda, como cierre de alguna comida, como excusa para una reunión de negocios, como estrategia de comunicación para conocer una mujer... el café es siempre especial.
Tiene algo mágico y místico con beneficios adicionales sumamente placenteros. El hecho de invitar a tomarlo, encierra un sinfín de significaciones, que siempre se conocen con posterioridad a su ingesta.
Hace más de diez minutos que estoy sentado en un bar del centro, pensando las bondades del líquido que adoraban los indígenas, el cual quiero tomar a la brevedad y el mozo que atiende en la vereda no aparece. Lo busco con la mirada para hacerle la típica seña que hacemos en todos los bares para pedir un café. Lo veo a través del vidrio, levanto la mano y formo una letra “c” con el dedo gordo y el índice. Al verme, se acerca a preguntar qué deseaba, como si hubiese esperado la señal para atenderme. Le contesto tajantemente, por el enojo que provocó la espera: —Un americano cortado. Sin mayor atención dice: —Okey. Y se va.
Pasan varios minutos hasta que lo trae. Deja el contenedor de azúcar y edulcorante, un vaso con agua y finalmente el café cubierto con una espuma amarillenta, que no permite saber si se trata de un cortado o de un café puro. Mientras el mozo vuelve al interior del local, rompo un sobre de edulcorante, que desdibuja el hilo de humo emergente del pocillo y me doy cuenta de que no es un cortado. En ese momento pienso: “Tipos como este, son los que te hacen esperar, te atienden mal, se equivocan con el pedido y seguramente se enojan cuando no le dejas propina”
Le doy un primer sorbo al café, y entre tanto, espero ansioso la hora decisiva del encuentro con Griselda. A ella, como a mí, también le gusta mucho el café. Siempre toma. Excepto cuando las cosas en su cabeza no están bien, en ese caso pide agua sin gas. Como cuando la conocí, que mientras yo pedía un café tras otro, ella no dejaba de tomar agua, porque había cortado una relación de años el día anterior, y sus ideas no terminaban de ordenarse.
No sé si tengo ganas de encarar esta charla, va a ser dura, inflexible, ríspida. Ni siquiera con el café humeante de por medio podrá suavizarse. ¿Cuantos cafés, llegaré a tomar? Tres, o cuatro quizás. Dependerá de cual tensa se ponga la conversación. Quizás se termine pronto y no tenga que tomar más de uno. ¿Cómo tomará Griselda mi decisión de terminar con ella? ¿Se enojará y me insultará? ¿O quizás sólo acepte la idea y punto? Era previsible este final, hace meses que no estamos bien y hace más de cuatro meses que no hacemos el amor, y nuestras charlas rondan siempre en lo mismo: el hijo que no quiero tener.
No sé cuantos minutos pasaron desde que me sumergí en los pensamientos. Miré el café, ya no salía humo. Al darle un sorbo me doy cuenta de que se había enfriado mucho. No quiero que eso ocurra. Siempre que comienza a entibiarse mis últimos dos sorbos son más grandes que lo habitual para terminarlo de golpe sin dejar nada en la taza. Y eso hice para terminar el primero de la tarde.
Seguiré esperando a Griselda, mientras ansío otro café. Me prometió que vendría puntualmente. Yo me adelanté para disfrutar a solas el cortado, que por error terminó siendo un café puro, y pensar la estrategia de cómo entablar la charla que nunca imaginé tener con ella. Siempre estuvimos juntos, pero este último tiempo se había puesta muy insistente con la idea de tener un hijo. Y desde que nos formamos como pareja habíamos pactado que las dos condiciones inquebrantables eran: la fidelidad irrompible, y la de no tener hijos en los primeros años de relación.
Soy muy estructurado y respetuoso de las normas preestablecidas y quiero mantener los códigos edificados con una base honesta. Nunca le fui infiel, ni ella a mí. Y sigo con la idea de no tener hijos hasta que cumpla los treinta. Quiero obtener mi título profesional y después pensar en establecerme, sin el condicionamiento y la obligación de ser padre. Ella cambió. Su aproximación a los cuarenta la atemorizó, se ablandó, se sensibilizó. Dice que se le viene la vida encima. Que después será tarde y que ya no podrá engendrar, o que si lo hace muy tardíamente podría salir con alguna deficiencia genética.
Se acerca la hora de su arribo. La aceleración de los tiempos me provoca taquicardia, por la duda que crece y crece en mi interior. Debo calmarme. Pediré otro café para que su compañía estimule la firmeza de mi decisión. Esta vez le pediré que no se equivoque al traerlo. Quiero un COR-TA-DO, si es necesario se lo deletrearé para que quede claro mi pedido. Me doy vuelta y miro al interior del bar. Sólo veo los reflejos del transito en la vidriera. Detrás de ellos figuras humanas que se mueven de un lado al otro. Hago una seña con la mano, a ciegas, sin saber a quién. Acerté, era el mozo. Esta vez no se hizo esperar, se acercó a la mesa y sólo dijo —¿Sí? Amablemente le recalqué el error cometido en el pedido anterior y le solicité que esta vez me trajera un cortado. No se disculpó por el error, sino que alegó un malentendido al escuchar y agregó: —Ya le traigo el cortado. Como acentuando que ahora sí había escuchado bien.
Con Griselda siempre nos reuníamos en bares distintos. No nos gustaba hacernos habitúes de un lugar, sino que queríamos comparar la calidad en la preparación de las infusiones de cada lugar. Este bar lo había elegido ella. Yo no sabía por qué. Parecía lindo pero nada extraordinario. El café del lugar es bueno. Tiene buen color, aroma y está preparado con la molienda justa. Quizás se disfrutaría más si el mozo fuese más simpático, ya que el folklore de disfrutar un café en un bar, no sólo pasa por el líquido en sí mismo, sino con el marco contextual en donde se consume. La estética del lugar, los aromas reinantes, el murmullo, y hasta la calidad del pocillo, hacen del negro elemento, un trago que despierta todo tipo de sensaciones más allá del gusto. El café se toma con la vista, con el olfato, con la audición. Si hasta se pudiese decir que es el elemento por excelencia utilizado en cualquier terapia psicológica. O acaso cuando la depresión se hace presente lo primero que uno hace es ir a tomarlo con un amigo como si éste fuese a resolverle algún problema. Es el remedio para alma y siempre dice presente: en un amor, en un encuentro, en un negocio, y hasta en una ruptura, como la que voy a generar en un rato con Griselda.
No creo que Griselda se merezca el sufrimiento que le voy a generar. Pero a la luz de los acontecimientos, no podemos seguir así. No estoy preparado para ser padre y este tema nos ha traído roces y disputas que no se solucionaran si ninguno de los dos cede. Y nadie está en condiciones de querer hacerlo, ya que existiendo dos posiciones tan enfrentadas, la solución pasa: o por que una de las partes capitule, o que de un paso al costado y se aleje. Y esto es lo que haré.
Es un buen argumento para exponérselo. Supongo que entenderá mi postura. No estoy trabándole el camino, simplemente se lo dejo libre para que encuentre otro hombre que tenga los mismos objetivos. Antes que la situación se torne insostenible y quebrante las condiciones de fidelidad, prefiero esta salida.
El bocinazo de un taxi, me despierta y me trae a la realidad del bar. Y entonces me acuerdo de mi pedido. ¿Por qué tarda el mozo con el cortado? ¿Estará ordeñando la vaca?- pienso irónicamente. Ni bien termino de hacerlo, veo que el mozo viene con una bandeja. Se acerca y me deja el pocillo, otro vaso de agua y un pequeño plato con dos masitas secas, que antes no había traído. Esta vez el color de la espuma blanca y voluminosa en la superficie de la taza, indicaba que no se había confundido, se trataba de un cortado. Rompí un sobrecito de edulcorante y observaba como el polvo iba desapareciendo poco a poco en la espesura de la espuma, como si una diminuta embarcación fuese tragada por un remolino en el ojo de la tormenta. Aumenté la velocidad del torbellino cuando introduje la cucharita y revolví, adueñándome en ese momento de la letra de Cátulo Castillo que entonaba en mi interior: "miro la garúa y mientras miro, gira la cuchara de café...". Al recordar la estrofa, mi mente se va con la letra y su melancolía me hace sentir protagonista del mejor de los tangos. Comienzan a aparecer en mi memoria distintas letras y las mezclo, "rencor", "el último café", "vida mía" y tantos otros que en algún párrafo identifican este momento que viviré cuando llegue Griselda. Cualquiera podría ser. Pero esta vez la malvada no es la mina, sino que el tipo la quiere dejar para cumplir con su sueño profesional.
Salgo de este mix tanguero cuando me doy cuenta que la temperatura del café comenzó a bajar. Tendré que tomarme lo que queda de un sorbo antes que el frío se apodere de él. Faltan sólo unos minutos para que llegue mi futura ex pareja. Si supiera con exactitud que arribará a tiempo, me adelantaría a pedirle un café solo, como a ella le gusta, para suavizar el momento posterior cuando tenga que decirle que la dejo. Sé que en ese momento pedirá agua. Dejará el café y comenzará a beber hasta que el medio litro de la pequeña botella se consuma. No quiero enfrentar ese momento. ¿Y si se niega a entender? ¿Y si me ruega que no la deje? ¿Qué haré? No soy capaz de verla llorar. La quiero demasiado como para que la frase que nadie quiere escuchar: ¡No va a funcionar! surja de mis labios, tal como si nada hubiese ocurrido entre nosotros. Son muchos momentos juntos, demasiados cafés compartidos, como para desestimar un cambio de postura, si me lo pidiese, y no sabría que hacer.
Puedo verla en la esquina, a través de los colectivos que están pasando, que espera el cambio de semáforo para poder cruzar la avenida. Siento una rara sensación de que no es la misma, de que hay algo en ella que desconozco..., será que por medio de la negación a su figura me resisto a decidir sobre mi futuro que es el de ella también... no lo sé... es posible.
El tráfico es muy intenso en este lugar del centro de la ciudad, por momentos el ruido es ensordecedor al punto que uno puede gritar ¡Mozo! sin que nadie lo escuche. Vuelvo a gritar, llamando al mozo, para adelantarme al pedido de Griselda. Esta vez me vio y se aproxima. Le pido otro cortado y uno “solo” para la persona que espero.
Ya cruzó y se aproxima por la misma vereda en la que me encuentro. Camina raro, no parece la de siempre. Quizás me parece extraño, porque nunca presté atención a su andar. Su cara indica que sabe. Si, se lo debe haber imaginado cuando combinamos en venir a este bar. Su voz en ese momento no era la de siempre. Era la voz de alguien que sabe que va a sufrir una ruptura, que siente una angustia, o una resignación por los hechos que se aproximan sabiendo que no podrá tener a mano una acción que modifique el final del relato.
Quedan unos segundos para que de mi boca salgan las palabras que modificarán el curso de dos vidas, o de tres si se piensa en el hijo que no quiero tener. No estoy totalmente convencido, porque no creo que ella se lo merezca. Todavía la sigo queriendo. Me siento ruin y miserable, pero prefiero esto a sentirme traicionero. No quiero romper los códigos de convivencia, la infidelidad es uno de ellos y no podría con mi alma si hubiese caído en la red amorosa de otra mujer engañando a Griselda. Antes que la traición, elijo la sinceridad, por cruel que ésta sea.
Nos saludamos fríamente con un toque de los labios. Dejó su cartera en una silla y se sentó frente a mí. No bien apoyó los codos en la mesa, se acercó el mozo con el pedido que yo le había hecho. Griselda me miró y sin dejar que apoyará su café, dijo: —Yo prefiero un agua sin gas, natural.
Inmediatamente supe que estaba al tanto de lo que ocurriría minutos después. Pero, para mi sorpresa y antes que el mozo trajera su botella de bebida dijo seriamente:
—Tengo que decirte algo muy importante.
—Te escucho.- dije con estupor y casi sin entender como se había dado vuelta la situación: la que hablaba era ella y el nervioso oyente era yo.
—Vine a este lugar porque es especial para mí. Hace cuatro meses, aquí conocí a otro hombre, del cual estoy muy enamorada. Quiero terminar nuestra relación porque estoy embarazada de él.
Como si el mundo se desmoronara a mí alrededor quedé sin reacción racional. Ni siquiera recuerdo cuando el mozo trajo el último café. Todo el entorno se borró. Nada quedaba junto a mí. Sólo estaban en mi mente las últimas palabras de Griselda y las frustraciones sentidas por haber sufrido un rompimiento emocional inesperado.
Pasaron más de dos horas luego de que ella se fuera y mucho sudor generado por mis nervios que no dejaban de entumecerse más y más, reaccionando al baldazo de agua fría recibido. Mi mente no estaba clara y debía recuperar el líquido perdido.
Recién después de consumir tres botellas de agua entendí que ésta, ayuda a soportar mejor las malas noticias porque no permite deshidratarse emocionalmente. Es como si refrescara el alma, no es como el café, que entibia sensaciones. Por eso ahora puedo explicar porque luego de tomar el último y aunque siempre me haya gustado, ya no pude volver a probarlo.

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